Nosotros, surrealistas, queremos
celebrar aquí el cincuentenario de la histeria,
el mayor
descubrimiento poético de finales del siglo XIX, y esto en el
momento
mismo en que el desmembramiento del concepto de histeria
parece un hecho
consumado. Nosotros, que nada amamos tanto como a
esas jóvenes histéricas,
cuyo tipo perfecto nos lo facilitó la
observación relativa a la deliciosa X. L.
(Augustine) ingresada en
la Salpêtrière en el Servicio del doctor Charcot el 21 de
octubre
de 1875 a la edad de quince años y medio, estamos muy afectados por
la
laboriosa refutación de los trastornos orgánicos, cuyo proceso
no será el de la histeria
más que a ojos de los simples médicos.
¡Qué lástima! Babinski, el hombre
más inteligente que haya
acometido este empeño, osaba publicar en 1913:
«Cuando una emoción
es sincera, profunda, e impresiona al alma humana, ya no
hay lugar
para la histeria». Esto no deja de repetírsenos. Freud, quien debe
tanto a
Charcot, recuerda la época en que, según el testimonio de
los supervivientes, los
internos de la Salpêtrière confundían sus
deberes profesionales y sus afanes amorosos
cuando, al caer la noche,
las enfermas se veían con ellos fuera o les recibían
en su cama.
Luego enumeraban pacientemente, en pro de la causa médica que
no se
defiende, las posturas pasionales llamadas patológicas que les eran,
y nos
son todavía humanamente, tan preciosas. Cincuenta años
después, ¿ha muerto la
escuela de Nancy? ¿Se le ha olvidado todo
esto al doctor Luys, si es que vive todavía?
¿Pero dónde están
las observaciones de Neri sobre el terremoto de Mesina?
¿Dónde
están los zuavos torpedeados por el Raymond Roussel de la
ciencia,
Clovis Vincent?
A las diversas definiciones de la histeria
que se han dado hasta hoy día, la
histeria divina en la Antigüedad,
la infernal en la Edad Media, de los poseídos de
Loudun a los
flagelantes de Nôtre Dame des Pleurs (¡viva madame
Chantelouve!),
definiciones míticas, eróticas o simplemente
líricas, definiciones sociales, definiciones
científicas, es
demasiado fácil oponer la de «enfermedad compleja y
proteiforme
llamada histeria que escapa a toda definición»
(Bernheim). Seguro que
los espectadores de la hermosa película La
brujería a través de las épocas recordarán
haber encontrado en la
pantalla o en la sala enseñanzas más vivas que las de
los libros de
Hipócrates o de Platón donde el útero brinca como una cabritilla,
de
Galeno que inmoviliza a la cabra, de Fernel que la vuelve a hacer
andar en el siglo
XVI y la siente bajo su mano remontarse hasta el
estómago; han visto crecer, crecer
los cuernos de la bestia hasta
convertirse en los del diablo. A su vez el diablo
hace mutis por el
foro. Las hipótesis positivistas se reparten su herencia. La
crisis
de histeria toma forma a expensas de la histeria misma, con su
aura soberbia, sus cuatro etapas de las que la tercera nos paraliza como los
cuadros vivos más
expresivos y más puros, su resolución simple a
la vida normal. En 1906 la histeria
clásica pierde sus rasgos: «La
histeria es un estado patológico que se manifiesta
a través de
trastornos que se pueden reproducir mediante sugestión, en
algunos
sujetos, con una exactitud perfecta y que son susceptibles de
desaparecer
bajo la influencia de la simple persuasión
(contrasugestión)» (Babinski).
No vemos en esta definición más
que un momento del devenir de la histeria.
El movimiento dialéctico
que la ha hecho nacer sigue su curso. Diez años más
tarde, bajo el
disfraz deplorable del pitiatismo, la histeria se dispone a
recuperar
sus derechos. El médico se queda atónito. Quiere negar lo
que no le incumbe.
Así pues, nosotros proponemos, en 1928, una
definición nueva de la histeria:
«La histeria es un estado mental,
más o menos irreducible, que se caracteriza por
la subversión de
las relaciones que se establecen entre el sujeto y el mundo moral
del
cual cree depender, al margen de todo sistema delirante. Este estado
mental se
funda en la necesidad de una seducción recíproca que
explica los milagros apresuradamente
aceptados de la sugestión (o
contrasugestión) médica. La histeria no
es un fenómeno patológico
y a todos los efectos puede considerarse como un
medio supremo de
expresión».
Louis Aragon, André Breton
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