"Si seguimos el ruinoso recorrido de los acontecimientos y la catástrofe de la modernidad, habremos de reconocer que la mirada más lúcida es la de Jean Baudrillard. Una mirada que en los años setenta a muchos de nosotros nos pareció casi cínica por su exceso de lucidez. Disuasivo, decíamos, ante tentativas generosas de subvertir lo real. Pero hay veces en que la generosidad llega a ser voluntarismo e inventa conceptos-estafa con que sostener la histeria subjetiva. La depresión es entonces la forma más aguda de inteligencia y nos ayuda a evitar simplificaciones engañosas". Artículo aparecido en el número 75 de la revista Archipiélago, dedicado a Jacques Derrida.
Aunque no lo frecuenté mucho, lo cierto es que siempre tuve por Jean Baudrillard un sentimiento de simpatía y amistad, sentimiento que en varias ocasiones se vio correspondido. En los años lejanos en que viví en París a ambos nos separaba la pertenencia a ambientes culturales distintos. Entre las personas que yo frecuentaba por entonces, como por ejemplo en el ámbito del Centre initiatives nouveaux espaces de liberté, creado y animado por Felix Guattari y Giselle Donnard, Baudrillard era objeto de una especie de prohibición que tenía una naturaleza política y filosófica. Basta hojear un poco aquel libro suyo publicado a mediados de los setenta, Olvidar Foucault, para entender el sentido de aquella separación. La búsqueda foucaultiana había hecho emerger el carácter íntimamente disciplinar de las instituciones sociales
modernas. Por otra parte, el gesto filosófico propuesto por Deleuze y Guattari en El antiedipo afirmaba que el deseo es la fuerza motriz del movimiento real que atraviesa la sociedad en igual medida que el recorrido de la singularidad.
Con un gesto igualmente radical, pero de signo opuesto, Baudrillard había mantenido, en sus obras de aquellos años (El sistema de los objetos, La sociedad de consumo, Réquiem por los media y por último Olvidar Foucault), la tesis de que el deseo es la fuerza motriz del desarrollo del capital y había abierto un discurso sobre la consistencia imaginaria de lo real, sobre la relación entre lo real y su imaginación. A pesar del abandono del campo freudiano que El antiedipo sancionaba abiertamente, Deleuze, Guattari y el mismo Foucault no terminan de abandonar la visión que Freud elabora en 1929 en El malestar de la cultura: "Es imposible ignorar hasta qué punto la civilización se asienta sobre la renuncia pulsional, hasta qué punto su presupuesto consiste en la no satisfacción (represión, etc.) de potentes pulsiones". La represión en todas sus formas es la causa de la política de revuelta deseante que desde las páginas de El antiedipo se filtra en los movimientos.
Pero volviendo al día de hoy, la cuestión que se plantea es la de saber si podemos todavía hablar de malestar de la cultura en sentido freudiano o si, por el contrario, debemos transformar aquella visión.
Patologías de la expresividad
En la introducción a un libro que trata de las formas contemporáneas de la psicopatología (Civiltà e disagio, por D. Cosenza M. Recalcati y A. Villa), escriben los autores: "Al escribir este libro hemos querido repensar el binomio civilización y malestar a la luz de las transformaciones sociales profundas de que han sido objeto nuestras condiciones de vida. Entre ellas una de las más significativas es el cambio de signo del imperativo sostenido por el Super-yo social
contemporáneo respecto al freudiano. Mientras este último exige la renuncia pulsional, el contemporáneo parece poner el acento en el goce, convertido en un nuevo imperativo social. En efecto, hoy en día las formas sintomáticas del malestar de la cultura guardan una estrecha relación con el goce, hasta el punto de que son verdaderas y estrictas prácticas del goce (perversiones, toxicomanías, bulimias, obesidad, alcoholismo), o bien manifestaciones de una clausura narcisista del sujeto que produce un estancamiento del goce en el cuerpo (anorexias, depresiones, pánico)".
La psicopatología social más difundida, que Freud identificaba con la neurosis y analizaba como la consecuencia de la represión, hoy se identifica más bien con la psicosis y se asocia de manera creciente con la dimensión de la acción más que con la de la represión.
En su trabajo esquizoanalítico, Guattari se concentró en la posibilidad de redefinir la esfera del psicoanálisis en su totalidad partiendo de una redefinición de la relación entre neurosis y psicosis, y partiendo de la centralidad metodológica y cognoscitiva de la esquizofrenia. Esta redefinición ha tenido un efecto político potentísimo y ha coincidido con la explosión de los límites neuróticos que el capitalismo ponía a la expresión, constriñendo la actividad dentro de los límites represivos del trabajo y oponiendo el deseo a la represión disciplinaria. Pero la presión misma de los movimientos y la explosión expresiva de lo social ha llevado a una metamorfosis (esquizo-metamorfosis) de los lenguajes sociales, de las formas productivas y, en último análisis, de la explotación capitalista.
Las psicopatías que se difunden en la vida cotidiana de las primeras generaciones de la era de la hiperconexión no son en ningún modo comprensibles desde el punto de vista del paradigma represivo y disciplinario. Pues no se trata aquí de patologías de la represión, sino de patologías del just do it. "De ahí la centralidad de la psicosis que, a diferencia de la clínica de la neurosis (que es una clínica simbólica porque se instituye sobre el carácter lingüístico-retórico de la represión y sobre el fundamento normativo del Edipo), es siempre una clínica de lo real no gobernado por la castración simbólica, que por lo tanto está más próxima a la
verdad de la estructura (de hecho lo real en el goce es imposible de simbolizar íntegramente)", Recalcati: “La personalità borderline e la nuova clinica”?, en Civiltà e disagio, pág. 4.
Creacionismo y simulación
El pensamiento de Deleuze y Guattari, así como el concepto –central para ellos- de deseo, no puede ser simplificado bajo una lectura en clave “represiva”?. Es más, en El antiedipo el concepto de deseo se contrapone al de falta o carencia. La esfera de la carencia, sobre la cual ha florecido la filosofía dialéctica y sobre la que ha construido su suerte la política del siglo veinte, es la esfera de la dependencia y no de la autonomía. La carencia es un producto determinado por el régimen de la economía, de la religión, de la dominación psiquiátrica.
Los procesos de subjetivación erótica y política no pueden basarse en la carencia, sino en el deseo entendido como creación. A pesar de ello, no podemos negar tampoco que en el dispositivo analítico que se forja a través de la genealogía foucaultiana y del creacionismo deleuze-guattariano prevalece una visión de la subjetividad como fuerza de re-emergencia del deseo inhibido contra la sublimación social represiva. Una visión anti-represiva o expresiva, por decirlo de forma expeditiva.
No podemos negar que en la posición de Jean Baudrillard -que en aquel periodo se nos antojaba como un pensamiento disuasivo- estuviera la anticipación de una tendencia que en el curso de las décadas ha llegado a prevalecer: la tendencia de la simulación que modifica la relación entre sujeto y objeto, constriñendo al sujeto en la posición subalterna de aquel que se somete a una seducción.
No olvidemos que, en un escrito de sus últimos años (aquel tan citado sobre sociedades disciplinarias y sociedades de control), Deleuze parece volver a cuestionar la arquitectura que proviene de la noción foucaultiana de disciplinamiento y parece caminar en la misma
dirección que Baudrillard ha seguido desde principios de los años setenta.
Baudrillard ha localizado en el exceso expresivo el núcleo esencial de la sobredosis de realidad: "Lo real crece como el desierto. La ilusión, el sueño, la pasión, la locura, la droga, pero también el artificio y el simulacro eran los depredadores naturales de la realidad. Todos ellos han perdido gran parte de su energía, como si hubieran sido golpeados por una enfermedad incurable y solapada".
Retorno de la represión
Después de muchos años, Jean regresa a Palermo para dar una conferencia organizada por la Academia de Bellas Artes en el 2000. Habíamos discutido animadamente con alguna nota polémica (una polémica que seguía viva, si bien los veinticinco años a nuestras espaldas habían terminado por darle a él casi toda la razón). Al final me abrazó con un gesto imprevisiblemente tierno y me dijo que aquel encuentro lo había conmovido porque le había recordado sus animadas discusiones lejanas con Félix Guattari. Algún tiempo después leí su ensayo sobre el espíritu del terrorismo publicado tras el 11 de septiembre. Junto con algunos otros espíritus libres (Stockhausen por ejemplo), Baudrillard tuvo el coraje de decir aquello que todas las personas honestas de la tierra pensaron en aquella ocasión, es decir, que el primer movimiento de reacción a la noticia del derrumbamiento de las torres de Manhattan había sido de júbilo. Júbilo por el regreso del acontecimiento, por la disolución de aquella especie de hechizo que se había creado con el dominio de la simulación.
Veinticinco años antes del 11 de septiembre, en su libro más bello, El intercambio simbólico y la muerte, había escrito algunas líneas sobre las torres gemelas, que por entonces acababan de construirse. Las había definido como el símbolo de la réplica, de la perfecta réplica simulatoria que posibilitaba lo digital. Ahora aquel símbolo se había derrumbado por efecto del retorno de una mortífera vitalidad. El
retorno de la represión, el retorno de la corporeidad reprimida por la simulación digital, no podía ser más que un retorno monstruoso.
Publicamos aquel breve ensayo suyo en un libro Deriveapprodi (La guerra dei Mondi) y dejamos de recibir noticias suyas durante años. El verano pasado lo llamé por teléfono. Tenía la intención de pasar unos días en París y me habría gustado encontrarme con él. Creía tener algo que decirle a propósito de la antigua incomprensión mía (nuestra) de quien era verdaderamente el más original, de aquél cuyo pensamiento tenía mayor amplitud de miras. Me dijo que me habría visto encantado, pero que en aquel momento estaba ocupado en curarse y que tenía para algunos meses.
Él sabía que estaba gravemente enfermo. "Pero no es algo tan terrible", me había dicho, maestro como era en la fusión del understatement con la hipérbole nostálgica. No lo busqué cuando estuve en París. Nunca tuve con él una confianza suficiente como para sentirme con derecho a importunarlo en un momento quizá de debilidad. Estuve titubeando hasta el día en que me llegó la noticia de su muerte.
Histeria voluntarista y depresión disuasiva
Si hoy tuviera que decir qué libro de los años setenta (la década de transición, la década cremallera que cierra el siglo de las insurrecciones obreras y abre otra que aún no somos capaces de denominar propiamente), qué libro de filosofía de aquella década considero como el más importante, creo que después de dudarlo mucho respondería: son dos.
Uno es naturalmente El antiedipo, que libera la subjetivación de la interpretación para abrirla a la creación de significados. El otro es El intercambio simbólico y la muerte.
"El principio de realidad ha coincidido con un estadio determinado por la ley del valor. Hoy todo el sistema se precipita en la indeterminación, toda la realidad es absorbida por la hiperrealidad del código de la simulación".
Lo que anula y absorbe la ficción no es la verdad, y lo que abole el espectáculo no es la vida; aquello que fagocita la realidad no es otra cosa que la simulación, la cual secreta el mundo real como producto suyo. En los libros precedentes, El sistema de los objetos (1968) y Por una crítica de la economía política del signo (1974), había estudiado la relación entre la evolución tecnológica y la comunicación social. En El intercambio simbólico y la muerte, Baudrillard intuye las líneas generales de la evolución de fin de milenio con una anticipación desesperada y nostálgica de los efectos de desrealización producidos por las tecnologías de comunicación. En aquel libro el pensamiento anticipa el despliegue progresivo del escenario de un mundo en el que toda posibilidad de imaginar ha sido abolida. El feroz dominio integral del imaginario sofoca, absorbe, anula la fuerza de imaginación singular.
El pensamiento de Jean Baudrillard está construido sobre fórmula lingüística del "basta ya". Basta ya con la modernidad, con la dialéctica, con la dinámica de la superación. Una vez extinguida la esperanza de la revolución, una vez exhaustos de la potencia práctica de la dialéctica, hace falta que abandonemos también la esperanza del fin. El mundo ha incorporado su propia inconcludibilidad. Eternidad del infierno inextinguible del código generativo, insuperabilidad del dispositivo de la réplica automática. La extinción de la lógica histórica ha dejado el sitio a la logística del simulacro y ésta es interminable. Sólo la muerte libera, pues gracias a dios no hay dios que nos siga dando la lata en el más allá. "La única estrategia es catastrófica, en absoluto dialéctica. Es preciso llevar las cosas al extremo donde de forma completamente natural se invierten y se destruyan… Contra un sistema hiperrealista la única estrategia posible es de carácter parafísico: una ciencia de las soluciones imaginarias, esto es, una ciencia-ficción de la revuelta del sistema contra sí mismo, al límite extremo de la simulación, una simulación reversible en una lógica de la destrucción y de la muerte".
Por todo ello, quizás, si seguimos el ruinoso recorrido de los acontecimientos y la catástrofe de la modernidad, habremos de
reconocer que la mirada más lúcida es la de Jean Baudrillard. Una mirada que en los años setenta a muchos de nosotros nos pareció casi cínica por su exceso de lucidez. Disuasivo, decíamos, ante tentativas generosas de subvertir lo real. Pero hay veces en que la generosidad llega a ser voluntarismo e inventa conceptos-estafa con que sostener la histeria subjetiva. La depresión es entonces la forma más aguda de inteligencia y nos ayuda a evitar simplificaciones engañosas.
Si Lenin hubiese hecho caso de sus recurrentes depresiones en vez de acallarlas a base de voluntarismo, acaso el siglo veinte habría tenido tintes menos trágicos y la luchas del trabajo no habrían sido dirigidas hacia la sangrienta derrota que el leninismo les aseguró.
Pero más allá de sus efectos inmediatos, en aquellos años setenta en que se combatió (y se perdió) la última gran batalla entre las clases en que se divide la sociedad moderna, el pensamiento de Baudrillard, que a alguno le podía parecer un lamento nostálgico, sin embargo fue la premonición más lúcida del colapso, hoy ante nuestros ojos, de occidente. Quizás también de la humanidad.
Traducción del italiano: Álvaro García-Ormaechea
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